Si en lo alto del puente de mando de un gran buque y ante el repentino escoramiento de la nave, vemos a su Capitán con los nervios a flor de piel, gritando a diestro y siniestro , como un energúmeno más, instrucciones y acusaciones que no responden para nada con lo que de él se espera, arreglao va el barco, la tripulación y el pasaje.
¿No debería este capitán transmitir la máxima prudencia y trasladarla al resto de sus subordinados para que la calma, que es lo primero que se pierde en estos momentos, sea la que impere?
Y una vez alcanzada esta tranquilidad del ánimo y controladas todas nuestras vísceras, será el momento de hacer las averiguaciones necesarias para conocer el motivo por el cual el barco se ha escorado.
Este protocolo parece ser el adecuado si se tiene en claro que lo importante es el buque y su contenido.
Hay capitanes que, quizás por que nunca les haya interesado la nave que pilotan, desconocen los protocolos del buen gobierno.
Han navegado en mares de calma chicha y cuando las aguas se remueven, sienten la posibilidad de perder ese poder omnímodo y tan placentero navegar para cuantos en el puente han sido. Y los nervios afloran a borbotones.
La tripulación ha visto, a lo largo del tiempo, cómo se ha gestado el mantenimiento de la estructura y de los motores que hacen que el barco navegue. Y sabían que no era la correcta, pero callaban como corresponde en la línea de mando. Sólo cuando la situación es insostenible y ven amenazados sus empleos y sus salarios, es cuando se les oye en su justa protesta. Y toman la cubierta para ejercer su derecho, que lo tienen. Porque saben que no sólo ellos serán los perjudicados, también los pasajeros del buque notarán la calida de sus servicios.
Los pasajeros, los que siempre han pagado religiosamente sus billetes, fueron los primeros en notar cosas raras en la navegación y en el comportamiento disoluto de los mandos. Les decían que era cosa de la naviera y que lo pondrían en su conocimiento, que les reclamarían en su nombre, que no les hacen caso y no mandan las respuestas a sus solicitudes, que no les mandan el dinero que les deben y no les dejan empuarse y que, así, poco pueden ellos hacer. Que reclamen ellos directamente a la naviera.
El caso es que un día hay un accidente y el barco empieza a escorarse y uno de la tropa resulta herido y los mandos empiezan a culpar a otros sin recato ni prudencia. Y El Capitán el primero. Y se muestra tan digno en su papel sin darse cuenta ¿o sí?, de que no está haciendo lo correcto. Él es el Capitán y en él han de encontrarse las virtudes y no los 7 pecados capitales. Por más que le duela, oiga.
La prudencia es capital para no caer en el consejo de Gracián: “Busca siempre alguien a quien responsabilizar de tus faltas” Porque la humildad es también una virtud que puede ayudarnos a no caer en la vergüenza ni en la afrenta pública.
El Capitán culpa siempre, de sus males, a los de la otra naviera porque es lo que le enseñaron y lo que pone en el manual que le dieron. Que eso siempre les ha funcionado de cara a los pasajeros. Éstos nunca, hasta ahora, se han hecho preguntas, ¿por qué tendrían ahora que hacérselas?
Y el Capitán, todavía nervioso, llama a sus colegas, a otros capitanes de esa flota de barcos decimonónicos y todos al unísono les siguen a coro, que la culpa es de los otros, de la naviera. Y como tienen tantos y tantos altavoces lo pregonan sin recato. Que ellos son sólo unas pobres víctimas (siempre han sido ellos las victimas de los salvajes), que ellos siempre han cumplido con su deber, que han mirado por los necesitados y han posibilitado el progreso y el crecimiento, que sus naves están en perfecto orden de revista (aunque no permitan que se revisen, ¡claro!) y que todo está a punto. Sólo buscan la confusión de los pasajeros para que elijan su naviera que es la más digna y además está bendecida.
Quizás pronto los pasajeros sepan diferenciar quiénes son realmente los bárbaros y los piratas de esta navegación que se llama España.
Les pese lo que les pese a algunos.
¿No debería este capitán transmitir la máxima prudencia y trasladarla al resto de sus subordinados para que la calma, que es lo primero que se pierde en estos momentos, sea la que impere?
Y una vez alcanzada esta tranquilidad del ánimo y controladas todas nuestras vísceras, será el momento de hacer las averiguaciones necesarias para conocer el motivo por el cual el barco se ha escorado.
Este protocolo parece ser el adecuado si se tiene en claro que lo importante es el buque y su contenido.
Hay capitanes que, quizás por que nunca les haya interesado la nave que pilotan, desconocen los protocolos del buen gobierno.
Han navegado en mares de calma chicha y cuando las aguas se remueven, sienten la posibilidad de perder ese poder omnímodo y tan placentero navegar para cuantos en el puente han sido. Y los nervios afloran a borbotones.
La tripulación ha visto, a lo largo del tiempo, cómo se ha gestado el mantenimiento de la estructura y de los motores que hacen que el barco navegue. Y sabían que no era la correcta, pero callaban como corresponde en la línea de mando. Sólo cuando la situación es insostenible y ven amenazados sus empleos y sus salarios, es cuando se les oye en su justa protesta. Y toman la cubierta para ejercer su derecho, que lo tienen. Porque saben que no sólo ellos serán los perjudicados, también los pasajeros del buque notarán la calida de sus servicios.
Los pasajeros, los que siempre han pagado religiosamente sus billetes, fueron los primeros en notar cosas raras en la navegación y en el comportamiento disoluto de los mandos. Les decían que era cosa de la naviera y que lo pondrían en su conocimiento, que les reclamarían en su nombre, que no les hacen caso y no mandan las respuestas a sus solicitudes, que no les mandan el dinero que les deben y no les dejan empuarse y que, así, poco pueden ellos hacer. Que reclamen ellos directamente a la naviera.
El caso es que un día hay un accidente y el barco empieza a escorarse y uno de la tropa resulta herido y los mandos empiezan a culpar a otros sin recato ni prudencia. Y El Capitán el primero. Y se muestra tan digno en su papel sin darse cuenta ¿o sí?, de que no está haciendo lo correcto. Él es el Capitán y en él han de encontrarse las virtudes y no los 7 pecados capitales. Por más que le duela, oiga.
La prudencia es capital para no caer en el consejo de Gracián: “Busca siempre alguien a quien responsabilizar de tus faltas” Porque la humildad es también una virtud que puede ayudarnos a no caer en la vergüenza ni en la afrenta pública.
El Capitán culpa siempre, de sus males, a los de la otra naviera porque es lo que le enseñaron y lo que pone en el manual que le dieron. Que eso siempre les ha funcionado de cara a los pasajeros. Éstos nunca, hasta ahora, se han hecho preguntas, ¿por qué tendrían ahora que hacérselas?
Y el Capitán, todavía nervioso, llama a sus colegas, a otros capitanes de esa flota de barcos decimonónicos y todos al unísono les siguen a coro, que la culpa es de los otros, de la naviera. Y como tienen tantos y tantos altavoces lo pregonan sin recato. Que ellos son sólo unas pobres víctimas (siempre han sido ellos las victimas de los salvajes), que ellos siempre han cumplido con su deber, que han mirado por los necesitados y han posibilitado el progreso y el crecimiento, que sus naves están en perfecto orden de revista (aunque no permitan que se revisen, ¡claro!) y que todo está a punto. Sólo buscan la confusión de los pasajeros para que elijan su naviera que es la más digna y además está bendecida.
Quizás pronto los pasajeros sepan diferenciar quiénes son realmente los bárbaros y los piratas de esta navegación que se llama España.
Les pese lo que les pese a algunos.
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